El primer ministro cubano, Manuel Marrero Cruz, finalmente apareció por el oriente del país para visitar algunas de las comunidades arrasadas por el huracán Melissa. Llegó más de dos semanas después del desastre, cuando miles de familias llevan días sobreviviendo sin techo, sin comida y sin un mísero kilowatt de electricidad.
Durante su parada en Cacocum, en Holguín, Marrero soltó la frase de siempre: que “nadie quedará desamparado”. Ordenó hacer un censo, habló de entregar colchones, alimentos y otros recursos básicos, y pidió al gobierno local “establecer prioridades”. Todo muy correcto en el discurso, pero en la práctica dejó al pueblo exactamente como lo encontró: sin comida, sin medicinas, sin colchones, sin electrodomésticos y apagados. Ni un cambio real, ni una solución inmediata. Solo palabras.
Después siguió camino hacia Cauto Cristo, en Granma, donde volvió a prometer apoyo económico “para los casos más extremos”. Allí admitió que estas zonas ya venían con problemas viejos, bien acumulados, y que las inundaciones solo terminaron de hundirlos más en la crisis que nunca acaba.
Según él, el trabajo más importante es conocer la situación de cada vivienda y cada familia. Aseguró que, si alguien está pasando una miseria demasiado grande, “se le puede dar una ayudita de dinero”. Un discurso que suena a salvavidas, pero que muchos ya sienten como una burla, porque lo que se necesita no son promesas aisladas, sino acciones concretas y urgentes.
La realidad en el oriente del país es mucho más dura que la imagen que intenta vender el régimen. A más de dos semanas del huracán, cientos de familias siguen durmiendo en el piso, sin un colchón donde caer muertos del cansancio. Viven sin alimentos, sin agua segura, sin medicinas y con casas destruidas. La ayuda estatal no llega, o llega tarde, o llega en cantidades simbólicas que no resuelven nada.










