La denuncia que acaba de salir a la luz sobre el estado del exministro de Economía cubano Alejandro Gil Fernández es simplemente estremecedora. Su hermana, María Victoria Gil, afirmó que el exfuncionario está “en un estado físico y mental muy precario” y aseguró que ha sido sometido a torturas durante casi dos años en la prisión de Guanajay, Artemisa. Se trata de acusaciones que destapan una vez más la crudeza y el nivel de abuso que el régimen es capaz de ejercer incluso contra sus propios exdirigentes.
La revelación llegó en un mensaje enviado al periodista Javier Díaz, de Univisión, donde la hermana denuncia que un familiar que pudo verlo recientemente quedó devastado. Le dijo que Alejandro “apenas se sostiene en pie y no articula frases coherentes”, signos que para ella no dejan dudas: ha sido destruido física y mentalmente. Lo que describe recuerda más a los métodos de “reeducación” de las dictaduras más feroces que a un sistema judicial.
María Victoria confesó que hasta hace pocas semanas vivía engañada, convencida de que su hermano estaba bien, protegido y alimentado en una casa de seguridad del propio Ministerio del Interior. Admitió que creyó que todo era “un circo”. Pero ahora dice haber despertado abruptamente a la realidad: Gil lleva casi dos años de torturas en Guanajay, convertido —según sus palabras— en “un despojo humano”, comparable a alguien que hubiera pasado por una lobotomía.
La información le llegó a través de la hija del propio Alejandro Gil, quien lo puede ver apenas 15 minutos cada 15 días, en encuentros fríos y controlados donde el exministro prácticamente no habla. Según relató, la joven lo encuentra cada vez más destruido, más desorientado, más apagado. Todo esto apunta a un deterioro brutal que coincide con los peores testimonios sobre las prisiones cubanas, especialmente cuando se trata de casos que el régimen califica como “seguridad del Estado”.
Para María Victoria, la situación se ha convertido en una pesadilla. Dice sentirse “demasiado mal” y demasiado triste. Y aunque reconoce que su relación con Alejandro se había vuelto distante con los años, insiste en que “nadie merece esto”. Mucho menos un hombre que formó parte de la cúpula que durante décadas defendió al sistema que ahora lo aplasta sin miramiento alguno.
El juicio contra Gil —uno de los procesos más herméticos de los últimos tiempos— concluyó este jueves tras dos días celebrados completamente a puertas cerradas, sin prensa independiente, sin observadores y con la presencia limitada de unos pocos familiares. Todo bajo un aparato de seguridad desproporcionado, como ocurre cada vez que el régimen quiere esconder lo que realmente sucede.
A Gil se le imputan delitos de espionaje, malversación, lavado de dinero, evasión fiscal, tráfico de influencias y un largo expediente marcado por el sello típico del Ministerio del Interior. Pero el sistema no ha mostrado una sola prueba ante la opinión pública. Ni una. Solo silencio, propaganda y un juicio bajo total opacidad. El proceso quedó “concluso para sentencia”, lo que en el lenguaje del régimen significa que la condena ya está decidida.
Mientras tanto, la imagen que describen sus familiares —un hombre que ya no puede sostener una conversación, que apenas se mantiene en pie, que parece desconectado de la realidad— pinta el retrato de un calvario que, de confirmarse, quedará como uno de los episodios más oscuros de la élite cubana caída en desgracia.
Lo que está ocurriendo con Alejandro Gil es una muestra más de cómo funciona un sistema que no tiene límites cuando se trata de castigar, someter o triturar a quien ya no le sirve. Incluso si alguna vez fue uno de sus propios ministros estrella.







