Palpamos, abrazamos y lloramos. Así resumieron los Misioneros Claretianos de Songo-La Maya lo que vivieron al llegar a las comunidades arrasadas por el huracán Melissa en el oriente del país. Familias enteras quedaron sin nada, mientras el Estado brillaba por su ausencia y la Iglesia, una vez más, tuvo que hacer el trabajo que el régimen debería garantizar.
En Jarahueca, la situación fue brutal. Las presas cedieron, los ríos se salieron de madre y el agua devoró calles, casas y recuerdos. Todo ocurrió en plena noche, con la lluvia cayendo como un látigo y el viento empujando a la gente a correr sin mirar atrás. Niños, ancianos, embarazadas, enfermos… todos trepando cerros a oscuras para no morir ahogados. Y los muchachos del barrio, esos que el gobierno solo recuerda para las marchas, fueron los que se jugaron la vida para salvar a los suyos.
La ayuda llegó desde Estados Unidos, enviada por la Iglesia católica y Cáritas Santiago de Cuba. Sí, desde afuera, porque dentro del país no hay ni para cubrir lo básico, y el Estado solo aparece para la foto cuando conviene. Llegaron alimentos, ropa, medicinas y un respiro en medio de tanta devastación. La gente lo recibió con lágrimas, porque cuando uno lo pierde todo, hasta un paquete de galletas te devuelve un poco de fe.
Los misioneros caminaron por Jarahueca, el Carmelo, la Lombriz y el Martillo, escuchando relatos que estremecen. Historias de casas tragadas por el agua, de madres que durmieron abrazadas a sus hijos en una loma, de ancianos que solo pudieron rescatar una foto o una Biblia. Cada encuentro fue un abrazo necesario, una oración compartida y una reafirmación de que la solidaridad real existe, aunque el régimen intente maquillarlo todo con consignas vacías.
Prometieron volver. Y volverán. Porque la necesidad sigue ahí, las heridas siguen abiertas y la recuperación no depende de promesas oficiales, sino de manos que ayuden de verdad.
En un país donde ni los vivos están seguros, que la Iglesia tenga que sostener a los damnificados después de un huracán es el reflejo más claro del abandono. Pero aun así, entre el fango y la tristeza, la gente se aferra a algo más fuerte que cualquier tormenta: la esperanza.







