Cuando uno piensa en Ulises Toirac, lo primero que viene a la mente es humor del bueno, del que te arregla el día aunque estés en el piso. Pues bien, ni el mismísimo chikungunya logró quitarle esa chispa. Su “diario de un chikungunyano” es la prueba de que hasta en medio de la fiebre y el dolor se puede sacar una carcajada… aunque sea entre lágrimas.
Despertar con chikungunya, según cuenta Toirac, es como tratar de encender un robot oxidado que lleva años detrás de un almacén. Apenas abrió los ojos y ya todas las articulaciones se le quejaban como si hubieran firmado un pacto para no cooperar. Y para rematar, la vejiga tocando la puerta con urgencia de “ahora mismo o exploto”. Ese fue el inicio de su odisea matutina, un viaje lleno de dolores con vida propia que lo hacían replantearse cada músculo del cuerpo.
El simple acto de incorporarse se convirtió en una coreografía dolorosa. Probó mil formas de enderezarse, todas acompañadas de esa alarma roja interna que solo el chikungunya sabe activar. Finalmente logró sentarse, medio mareado, medio resignado, pero consciente de que el baño lo estaba llamando a gritos. No había marcha atrás.
Entonces comenzó “la caminata épica”. Ir hasta el baño fue casi como protagonizar una escena de acción: pasos cortos, cuerpo rebelde y la vejiga amenazando con protagonizar el desastre del año. Cada movimiento era un pacto silencioso entre él y sus huesos, un acuerdo para evitar que todo terminara mal. Al final llegó, encestó en el inodoro como un campeón y hasta consiguió hacer el baldeo después, demostrando que el heroísmo doméstico existe… y duele.
Pero el día apenas empezaba. Toirac se propuso hacer café, un acto casi sagrado para cualquier cubano, pero con chikungunya se convirtió en una misión técnica. Menos mal que Lía, su perra fiel y entrenada en “operaciones especiales”, logró sostenerle la cafetera para poder desenroscarla. Encender la hornilla fue otra batalla: encendedor viejo, chispa tímida, y un Ulises recordando sus papeles de acción. Milagrosamente, el café salió perfecto.
Claro, la tranquilidad duró poco. Porque apenas dio el primer sorbo, vino el “segundo llamado del cuerpo”: ahora tocaba ir al baño otra vez, pero por el otro lado. Una comedia sin aplausos, pero con mucho dolor articular.
El baño, por cierto, fue otra odisea. Bañarse con chikungunya es como hacer examen práctico de anatomía sin haber estudiado. Cada articulación le recordaba exactamente dónde estaba y qué tan poco quería moverse. Y cuando llegó la hora de ponerse la pijama, se preguntó seriamente si la desnudez no sería la opción más sensata. Total, ¿quién lo iba a juzgar?
Después de tanto esfuerzo, el sueño vino sin pedir permiso. Toirac cayó rendido, porque este virus no solo te agota: te dicta la agenda completa. El día entero se le volvió un borrón entre fiebre, delirios y recuerdos de juventud mezclados con la sensación de tener 135 años.
Pero incluso en medio de ese caos corporal, él encontró refugio en la escritura. Reírse de sí mismo, dice, es lo único que mantiene la cordura. Y así, entre café, dolores rebeldes, una perra heroica y un virus impertinente, Ulises Toirac sobrevivió otro día como “chikungunyano”.










