Vecinos de Guairajal, en Mayarí, Holguín, salieron a la calle ayer domingo hartos de pasar 25 días sin electricidad tras el paso del huracán Melissa. La paciencia se acabó y la gente decidió hacer lo único que en Cuba suele funcionar: protestar públicamente para ver si por fin alguien los escucha.
Las imágenes y reportes de Martí Noticias muestran a madres con sus niños en brazos, hombres y vecinos de todas las edades gritando “¡Queremos corriente!”, cargando carteles improvisados y denunciando que las autoridades locales los han abandonado. Uno de los manifestantes lo dijo sin rodeos: “Habían más de 200 casas y no quedan ni 40. Quieren desaparecer el barrio”. Otro añadió que todos los días hablan con el delegado y el presidente del Consejo Popular, pero nadie da respuesta, nadie resuelve y nadie aparece.
La protesta de Guairajal se suma al creciente rosario de demostraciones populares que ha explotado en el oriente cubano. Casi un mes después del meteoro, muchas comunidades siguen en tinieblas, con refrigeradores pudriéndose, comida perdida, mosquitos, calor y cero información oficial real, mientras los discursos desde La Habana siguen tratando de vender la idea de “resistencia”.
En Santiago de Cuba la situación está igual o peor. Vecinos de El Carmen, en Mar Verde, trancaron el tráfico la semana pasada tras más de veinte días sin electricidad. En Vista Hermosa y Altamira, la gente tocó cazuelas en plena oscuridad, denunciando el espectáculo más repetido en Cuba: la policía llegando antes que las cuadrillas eléctricas. Para colmo, en el centro de la ciudad denunciaron cobros de hasta 15 mil pesos para reconectar el servicio eléctrico, una estafa a plena luz del día, aunque sin luz, porque nadie la tiene.
En La Loma de Chicharrones, la escena fue parecida. La gente se hartó, salió a la calle y en cuestión de minutos la policía apareció como si fueran bomberos respondiendo a una alarma. Curiosamente, después del despliegue policial sí llegaron los trabajadores eléctricos. En Cuba ya es casi ciencia exacta: el gobierno solo mueve un dedo cuando la gente protesta. Antes, silencio. Después, sirenas y posturas de autoridad.
En San Pablo, en el distrito José Martí, otro grupo de vecinos salió a las calles cansado de vivir en condiciones tercermundistas mientras en la televisión hablan de victorias, misiones, congresos y otros cuentos cada vez menos creíbles.
Y para recordar que en Cuba protestar sigue siendo un riesgo alto, a inicios de mes en Maqueicito, Guantánamo, una manifestación por la falta de luz y agua terminó con cuatro detenidos y un aumento de la vigilancia policial, como si reclamar algo tan básico como electricidad fuera un crimen contra la patria.
Lo que está ocurriendo en el oriente cubano es más que una secuencia de apagones. Es el retrato de un país al límite, donde la gente ya perdió la paciencia, la fe en las instituciones y el miedo a exigir lo que debería ser normal en cualquier sociedad: servicios públicos que funcionen. Pero el gobierno sigue haciendo lo mismo de siempre, confiando en que el silencio y el desgaste frenen las quejas, sin entender que cuando la vida cotidiana se vuelve insoportable, la chispa de la indignación es más fuerte que cualquier apagón.







