En cualquier esquina de Cuba retumba el famoso “Se compra cualquier pedacito de oro”, un coro urbano que ya forma parte del paisaje sonoro de la Isla. Ronald, uno de esos compradores ambulantes de Santa Clara, recorre cada día varios repartos como si fuera un cartero al revés: en vez de entregar, recoge. Y no son postales, sino cadenas partidas, aretes sin pareja y cajitas de reloj que han sobrevivido más que sus dueños.
Camina más de cuatro kilómetros con una riñonera que es su caja de herramientas portátil. Dinero en billetes grandes, un imán, varios reactivos, y una piedra de toque que parece salida de un museo de arqueología. Con eso determina cuánto vale cada pieza. Para él no existe desperdicio. Un aro doblado o un dije sin forma pueden terminar convertidos en gramos que luego un joyero fundirá para darle nueva vida… a precios que ya rondan los cien dólares.
Oro que cambia de manos por pura necesidad
Los vendedores son, casi siempre, personas mayores que se han aferrado a sus reliquias familiares durante décadas. Pero llega el día en que el hambre aprieta más que el sentimentalismo, y esas piezas guardadas con celo terminan en manos de estos compradores.
A ese tipo de prenda le dicen “chatarra”, aunque de chatarra no tiene nada cuando se transforma en oro líquido frente al soplete de un joyero. Ronald entrega los gramos y recibe un pago mayor, porque el negocio real ocurre cuando el metal vuelve al mercado convertido en sortijas brillantes para quienes sí pueden pagarlas.
Esta semana, el gramaje está por las nubes. El llamado “oro criollo” ronda los 10.000 pesos y el “oro de fábrica” llega a 13.000. Si es de 18 o 24 quilates, el precio se dispara más rápido que el dólar del informal.
El mercado paralelo que mueve cientos de miles
Los joyeros locales usan aplicaciones como Scrapt para calcular el valor del metal en tiempo real. Ignacio, uno de los más conocidos en Santa Clara, explica que no es lo mismo una cadena criolla que una certificada Amore Italia. Las originales valen más, algo que muchos vendedores desconocen y terminan dejando ir por migajas.
Las estafas están a la orden del día. Dos individuos se presentan como compradores milagrosos, prometen pagar fortunas y al final utilizan azogue para blanquear la pieza y convencer al dueño de que aquello no vale ni la mitad. Después funden el metal y se marchan sonriendo como si hubieran cerrado un trato digno de Wall Street.
Un negocio que cruza fronteras
En Santa Clara no abundan las tiendas de oro. El negocio se mueve en redes sociales y en talleres escondidos detrás de rejas viejas. También en playas turísticas donde algunos joyeros, como Yanier, han logrado hacerse de un capital encontrando cadenas perdidas entre la arena fina. Con esas piezas fundidas logró emigrar a Florida, donde hoy continúa trabajando el metal y enviando mercancía de vuelta a la Isla.
El tráfico de oro también tiene su lado riesgoso. Sacar cantidades sin declarar puede considerarse contrabando. En marzo, la Aduana anunció el hallazgo de dos kilos de oro escondidos en el doble fondo de una maleta en La Habana. Nada sorprendente en un país donde muchos buscan sobrevivir de lo que sea y por donde sea.
Una fiebre que crece con la crisis
La fiebre del oro en Cuba no es un capricho moderno. Es la consecuencia lógica de un país donde el peso vale menos que un saludo y donde la gente está obligada a vender hasta los recuerdos para comer. Ignacio lo resume sin rodeos: una simple cadena partida puede valer miles como chatarra, pero la gente desconoce su valor real y la vende “a precio de gallina de enferma”.
No es la primera vez que pasa. En los 80, miles cambiaron joyas valiosas por bonos para comprar electrodomésticos que hoy ni funcionan. El oro, en cambio, sigue teniendo valor en cualquier parte del mundo. Y en un país donde todo sube menos el salario, ese brillo amarillento se ha convertido en la última tabla de salvación para muchos.
El oro no pierde valor. Lo que pierde valor, a pasos agigantados, es la vida del cubano. Y cada pregón que retumba en la calle lo recuerda, como una campana que anuncia que la crisis sigue hurgando en los bolsillos… y en las memorias familiares.







