En Cuba ya todos conocemos ese personaje que camina con pose de iluminado, Biblia en mano y discurso de humildad, pero vive como si fuera CEO de una petrolera. Son los mismos que se pasan el día diciendo “bendiciones, mi hermano”, mientras esconden un nivel de vida que ni el Cuerpo de Guardia ve. Y claro, lo triste no es que vivan bien —ojalá todos los cubanos tuviéramos ese chance—, lo triste es el teatro religioso que usan para justificar lo que en verdad es puro privilegio político.
En una isla donde recibir diez dólares por la izquierda puede significar terminar esposado, hay gente que mueve fajos como si fueran maní. En un país donde cambiar divisas es delito, algunos las cambian como si estuvieran repartiendo confituras. Y en un lugar donde la mayoría trabaja hasta desangrarse para poner comida en la mesa, hay “elegidos” que viven del cuento, del “Dios me puso aquí” y del silencio conveniente.
La verdad es que Dios no puso a nadie a vivir del tráfico de favores ni a lucrar con la fe del pueblo. Aquí nadie se traga ese cuento. En Cuba todo el mundo sabe que el que puede, puede, porque el régimen lo deja respirar… no porque un ángel descendió con un salvoconducto celestial.
Y lo deja porque esos mismos “siervos” jamás abren la boca para decir algo incómodo. Nunca mencionan a un preso político, jamás hablan de un cubano muriéndose en huelga de hambre, y menos todavía denuncian una injusticia. Es muy fácil hablar de “la gloria del Señor” cuando vives con aire acondicionado, gasolina garantizada y un plato que no depende de la libreta.
Lo difícil es levantar la voz y decir lo que realmente duele: “Ese muchacho está preso por pensar distinto.” “Otro cubano se muere pidiendo derechos.” “Esto es abuso.” Eso sí cuesta. Eso sí pone en riesgo. Por eso muchos prefieren callar y seguir vendiendo espiritualidad de Instagram.
La llamada “caridad” que practican es otra película. No dan nada suyo: reparten lo que otros envían con esfuerzo desde afuera y encima se cuelgan la medalla. Se graban entregando ayudas como si fueran emisarios del cielo, cuando en realidad solo son mensajeros, no Mesías. Y para colmo, evitan cualquier tema que huela a justicia. Si hay un preso del 11J agonizando, silencio total. Si hay represión, silencio. Si el pueblo llora, silencio. Pero cuando llega una caja de donativos, ahí sí aparece el show: “Gloria a Dios”, como si el Todopoderoso necesitara community manager.
Ese silencio selectivo es lo que descuadra. Porque la fe verdadera no es posar con la Biblia abierta ni soltar versículos a conveniencia. La fe verdadera acompaña al que sufre, denuncia lo injusto y se planta del lado del oprimido. Lo dijo Cristo clarito: “El que sabe hacer el bien y no lo hace, peca.” Y esa frase cae como bomba en esta historia.
Aquí lo que sobra no son santos, sino emprendedores de la fe, gente que convirtió a Dios en mercancía, en marca, en pegatina para justificar privilegios. No es religión: es estrategia. No es humildad: es mercadeo. No es espiritualidad: es conveniencia.
Mientras un montón de cubanos vive con lo justo, ellos se pasean con carros modernos, mansiones bien abastecidas y dólares entrando sin freno. Y todavía tienen el descaro de decir que “Dios los escogió”. Imagínate tú: como si el cielo necesitara intermediarios en un país donde hasta rezar parece delito.
Lo más duro es que no se trata de envidia, como muchos de sus seguidores repiten. Nadie quiere arrebatarle sus lujos; lo que molesta es la hipocresía que apesta a kilómetros, el sermón vacío, la moral selectiva. Y cada vez que se les exige claridad, salen con el libreto aprendido: “Él no tiene que darle cuentas a nadie.” Pero cuando alguien maneja dinero ajeno y dice que es “para ayudar”, lo mínimo es transparencia. Eso no es maldad: es sentido común.
Aquí nadie puede hacerse el inocente: esa gente no critica al régimen porque el régimen no toca sus negocios. Porque mover dólares, tener estilo de vida de millonario y hacerse el santo solo es posible si miras para otro lado y mantienes la boca bien cerrada.
El cubano está cansado de farsantes. De predicadores de pacotilla. De figuras que hablan de misericordia, pero jamás mencionan a un preso político. Que hablan de amor al prójimo, pero nunca se pronuncian cuando el poder aplasta a ese mismo prójimo.
Ya es hora de llamarlos como son: vivos disfrazados de iluminados, tipos que usan a Dios para esconder privilegios, silencio y doble moral. Porque si tu fe te sirve para callar injusticias, lo que tienes no es fe: es miedo. Y si tu discurso religioso encubre tu vida cómoda mientras el pueblo sufre, no eres siervo de Dios: eres siervo de tu propio bolsillo.
Cuba necesita fe, sí. Pero una fe que acompañe, no que manipule. Una fe que denuncie, no que negocie. Una fe que diga la verdad aunque duela, no que se acomode aunque convenga.
Porque si algo enseñó Cristo es que la justicia no se vende, y el amor al prójimo no se administra como si fuera inventario.
Y que quede claro: si alguien se proclama “ungido”, vive como rey, calla ante la injusticia y se ofende cuando le piden cuentas… ese no es un santo. Ese es un descarado.
Y a los descarados, en Cuba, se les conoce rápido.







