El propio régimen cubano terminó aceptando lo que los habaneros llevan años gritando sin micrófono: no puede garantizar la limpieza de la capital ni pagarles un salario digno a los barrenderos, esos trabajadores que, con lo poco que tienen, intentan frenar la descomposición diaria de la ciudad. La confesión salió a relucir en una reunión encabezada por Miguel Díaz-Canel y Manuel Marrero, donde otra vez se habló de basura, de agua y de epidemias… lo mismo de siempre, pero ahora con un poco menos de maquillaje.
El diario Granma intentó presentar el desastre como un “análisis profundo”, pero terminó soltando un dato que retrata el colapso total del sistema: Marianao, Centro Habana y Plaza de la Revolución ni siquiera cumplen los estándares mínimos de eficiencia en la recogida de desechos. Son zonas neurálgicas, llenas de gente, comercio y tráfico, pero el régimen es incapaz de mantenerlas limpias.
Marrero trató de justificar el caos diciendo que algunos camiones hacen cinco viajes al vertedero y otros apenas dos. Y, como si fuera sorpresa, mencionó la falta de combustible, los equipos rotos y la escasez de personal, justo en medio de una epidemia de dengue y chikungunya que tiene a la gente aterrada.
La confesión más reveladora llegó cuando el propio primer ministro aceptó que los casi 900 barrenderos de La Habana cobran salarios miserables, “bajos para lo que enfrentan”, según sus palabras. Es un reconocimiento raro en un sistema donde casi nunca se admite que la economía está partida en dos.
Aun así, Marrero dijo que estudiarán “medidas excepcionales” para mejorar la retribución, pero sin concretar absolutamente nada. Puro humo. Puro discurso vacío, en un país donde ni siquiera se pueden fabricar los contenedores de basura prometidos. De 126 planificados, solo han hecho 31. De mil carritos para los barrenderos, apenas 40. Ni eso.
La gobernadora Yanet Hernández repitió la frase más gastada del gobierno: “trabajamos con los recursos disponibles”. Lo que no dijo es que esos recursos son prácticamente inexistentes. Como de costumbre, el discurso oficial trató de culpar a los directivos locales y a la mala organización, pero evitó mencionar lo obvio: la falta de presupuesto, la corrupción y la ineficiencia estatal han convertido a La Habana en un vertedero a cielo abierto.
Mientras tanto, la basura se acumula en las esquinas, las avenidas y hasta frente a escuelas y hospitales. Las imágenes chocan directamente con la propaganda del régimen, que insiste en que la “higiene es un tema estratégico”. Si esto es estrategia, la capital está en manos de estrategas del desastre.
La crisis de la limpieza en La Habana viene de lejos, alimentada por la falta de combustible, el desmantelamiento del transporte comunal y la fuga masiva de trabajadores que buscan empleos mejor pagados o que simplemente abandonan el país. Los pocos barrenderos que quedan trabajan sin guantes, sin botas, sin herramientas y sin condiciones mínimas para enfrentar toneladas de desechos que crecen cada día.
El régimen incluso admitió que no sabe cuánta basura hay en la ciudad, una declaración que revela el nivel de desorden institucional. ¿Cómo va a resolver el problema un gobierno que ni siquiera puede medirlo?
En lugares emblemáticos como La Habana Vieja, la situación es tan absurda que los vecinos tienen que llevar su basura directamente al vertedero, porque la recogida no funciona en absoluto. Personas mayores, niños y trabajadores cargando bolsas entre ruinas y mosquitos, cumpliendo una tarea que le corresponde al Estado y que el Estado ya ni intenta hacer.
La imagen es clara y brutal: La Habana está abandonada, cubierta de basura, atrapada entre epidemias y gobernada por un sistema que solo reconoce sus fallas cuando ya no tiene manera de esconderlas. Y aun así, no ofrece soluciones reales. Solo excusas, reuniones y promesas que no limpian ni una esquina.
La capital de Cuba, una ciudad que debería ser la vitrina del país, hoy es la muestra más evidente de un gobierno que ha perdido la capacidad —y quizás también el interés— de garantizar los servicios más básicos. La basura ya no es solo un problema: es un símbolo. Un símbolo de abandono, de colapso y de un país que se hunde entre desechos mientras su gente trata de sobrevivir como puede.










