Casi dos años después de que la pequeña Lali Paola Moliner Bosa se esfumara sin dejar rastro, su familia sigue viviendo en un limbo cruel. No hay señales, no hay avances, no hay una mísera explicación. Lo único constante es ese silencio pesado, más doloroso que la incertidumbre, y que deja claro lo que ya muchos cubanos saben: cuando el Estado quiere hacerse el de la vista gorda, no hay quien lo saque del mutismo.
Su abuela, Beatriz Bosa Alfonso, la mujer que prácticamente la levantó desde recién nacida, vuelve a romper el muro de indiferencia institucional para recordar algo que el régimen preferiría que la gente olvidara: la niña sigue desaparecida. Y mientras las autoridades se esconden detrás de la burocracia, la familia jamás ha dejado de buscarla.
Ella lo resume con una tristeza que parte el alma: “Yo era la que dormía con la niña, la que estaba pegada a ella dondequiera”. Lo dijo en conversación con la plataforma feminista Alas Tensas, intentando sostener con palabras lo que el Estado ha dejado caer sin remordimientos.
Cuando cierra los ojos, sigue viendo a una niña de cuatro años, aunque en realidad Lali tenía tres cuando desapareció el 25 de febrero de 2024, el último día que fue vista viva junto a su madre, Teresa Moliner. Al día siguiente, el cuerpo de Teresa apareció en Cojímar con evidentes señales de violencia. Desde ese momento, la familia ha vivido entre oficinas policiales, trámites que no conducen a nada y una cadena interminable de silencios oficiales.
Bosa Alfonso recuerda con una claridad dolorosa aquel domingo. Acompañaron a Teresa y a la niña hasta un edificio, las dejaron sentadas un momento para entregar un mandado, y cuando regresaron ya no estaban. Dos días después llegó la noticia del cuerpo de Teresa. De Lali, ni una huella.
Ella cuenta que durante los primeros días las citaban constantemente, hacían preguntas, movían papeles, aparentaban interés. Pero poco a poco todo fue apagándose hasta quedar en la nada. Cada vez que intentaba hablar con el ministro, ni caso. La mandaban para Cieneguillas de Abajo, donde le decían que ellos no llevaban el caso. Un peloteo infame que solo demuestra la incompetencia y la falta de humanidad de un sistema que hace tiempo dejó de funcionar.
Ha ido a reclamar “cinco o seis veces”, siempre para encontrarse con evasivas y frases huecas. Ni una llamada, ni un mensaje formal, ni una señal mínima de que alguien esté moviendo un dedo por la niña. “Aunque sea un mensajito diciendo que no han encontrado nada… algo”, dice con un cansancio que pesa.
Ella insiste en que el caso no está cerrado, pero eso no la consuela. Le duele sentirse sola en esta lucha, como si todo dependiera únicamente de la familia y no de las instituciones que supuestamente deben proteger a los ciudadanos. “Parece mentira que digan que están pendientes, cuando no llaman, no explican, no hacen nada. Uno se desespera”.
Aunque el nombre de Lali Paola corrió por toda Cuba, aunque miles compartieron su foto con la esperanza de ayudar, la abuela siente que todo sigue igual. La gente dice que es “la niña más importante del país”, pero la realidad es otra: la familia continúa atrapada en la misma espera que desespera.
Su petición es sencilla y profundamente humana: que las desapariciones no se escondan debajo de la alfombra, que se investigue a fondo, que se unan las piezas, que las instituciones no abandonen a quienes sufren. “En este país hay desaparecidos que nunca aparecen, ni vivos ni muertos. Lo único que nos mantiene es consolarnos entre nosotros”, dice agarrándose a una esperanza que, aunque golpeada, todavía respira.










