Cubanos se refugian en las luces y quioscos del Festival de Cine de La Habana para evitar los apagones insoportables del régimen

Redacción

La estampida hacia 23 y 12 se ha vuelto casi una metáfora del país: la gente buscando un chispazo de luz donde el régimen decide prender bombillos, mientras el resto de La Habana se hunde en apagones interminables que ya nadie intenta justificar. El Vedado, por estos días, parece un set de cine montado a la carrera. Carpas rebosadas, pantallas gigantes, tarimas brillando con electricidad que, por arte de magia, nunca falta. Todo para que el Festival de Nuevo Cine Latinoamericano luzca como un triunfo cultural, aunque todos sepamos que no es más que otro intento barato de maquillaje oficial.

La contradicción salta en la cara. A solo unos metros de ese espectáculo, cientos de habaneros pasan la noche entera sin corriente, sin agua y sin siquiera una señal telefónica estable. Ni ETECSA logra sostener su fachada: mientras inflan discursos de “soberanía tecnológica”, la red se cae cada vez que los apagones se extienden, dejando a los cubanos desconectados y desamparados. Y aún así, en la esquina más iluminada del Vedado, montan escenarios como si el país estuviera para celebraciones.

Muchos van hasta allí no porque quieran ver cine, sino porque necesitan una pausa del desastre. Es el único lugar donde pueden cargar el móvil, pillar un poco de WiFi que no sea un martirio, o simplemente respirar sin el calor sofocante que reina en los barrios apagados. Es casi un campamento de refugiados eléctricos disfrazado de evento cultural.

Lo más absurdo es la naturalidad con que el régimen asume esta doble cara. Nunca falta el funcionario sonriente diciendo que el festival es un “regalo al pueblo”, mientras ese mismo pueblo pierde comida, pierde sueño y pierde paciencia cada vez que el apagón vuelve a caer sobre La Habana como un telón oscuro. En los barrios, la gente ya ni protesta, solo suelta un “otra vez…” con la resignación de quien ha sido estafado demasiadas veces. Pero cuando pasan por 23 y 12 y ven aquella lluvia de luces, la rabia les sube como un vapor.

Esta escena ya se ha repetido con conciertos, ferias, carnavales improvisados y hasta con la llegada de alguna delegación extranjera. Donde el gobierno quiere cámara, hay corriente. Donde vive la gente, hay sombras. Es la Habana del teatro y la Habana real, conviviendo como si fueran dos ciudades distintas separadas por un portal que solo unos pocos pueden cruzar.

Y lo peor es que pretenden que nadie se dé cuenta. Que entre tanta pantalla gigante y tanta locura de festival, la gente olvide que en su casa el refrigerador lleva horas apagado. Pero el cubano no es bobo. La frase que más se escucha por estos días es la misma que se repite cada vez que el régimen hace estos números: “allá la luz sobra; aquí no nos llega ni un chispazo”.

En el fondo, este festival no ilumina nada. Solo evidencia, una vez más, la oscuridad en la que el país está metido. Un país donde la cultura oficial brilla, pero la vida real se achicharra sin corriente. Un país donde siempre hay electricidad para la propaganda, pero nunca para el pueblo.

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