El sacerdote mexicano José Ramírez, conocido popularmente como Padre Pepe, se despidió de Cuba con un mensaje que ha estremecido a muchos dentro y fuera de la Isla. Miembro de la Congregación de la Misión, el religioso expresó su solidaridad abierta con el pueblo cubano y dejó claro que estaba dispuesto a asumir cualquier consecuencia por no callar.
Tras conocerse que el régimen cubano decidió no renovarle la residencia temporal, una medida que en la práctica equivale a su expulsión, el sacerdote envió un mensaje privado a una amiga cubana que rápidamente comenzó a circular. En él no hubo ambigüedades ni diplomacia barata. “Si ustedes salen, yo salgo. Si ustedes gritan, yo grito”, escribió, dejando clara su posición frente a la represión y el silencio impuesto.
En ese mismo texto afirmó que había llegado el momento de ser coherente y demostrar de qué lado estaba. Aceptó sin dramatismos lo ocurrido y fue directo: si su postura tenía consecuencias, estaba dispuesto a asumirlas, porque no concebía otra forma de actuar frente al sufrimiento cotidiano del país donde había decidido servir.
El mensaje cerró con una frase que explica por qué el régimen no le perdonó el gesto: pidió fuerza “para que un día nuestra Cuba sea libre”. En un país donde incluso una palabra puede considerarse subversiva, eso fue suficiente.
La represalia, según múltiples fuentes, estaría vinculada a un hecho ocurrido en el templo La Milagrosa, en el barrio de Santos Suárez, en La Habana. En medio de una protesta vecinal por los apagones interminables, las campanas de la iglesia comenzaron a sonar, acompañando el cacerolazo del barrio. Un gesto simbólico, pero profundamente incómodo para un poder que le teme hasta al ruido.
Días después, un video difundido en redes sociales mostró el momento exacto en que las cazuelas del pueblo se mezclaban con el repique de las campanas. La grabación se volvió viral y, como suele ocurrir en Cuba, la respuesta no fue escuchar el reclamo, sino castigar al que se solidarizó.
Martí Noticias confirmó posteriormente que agentes de la Seguridad del Estado presionaron directamente al sacerdote y que este deberá abandonar el país y regresar a México. Todo, sin explicaciones públicas, sin derecho a réplica y con el silencio institucional que caracteriza al régimen cuando actúa por miedo.
El contexto no es menor. La expulsión del Padre Pepe ocurre en medio de una ola de protestas por apagones abusivos, hambre, escasez y colapso de los servicios básicos, mientras el gobierno responde con represión selectiva, cortes de internet y vigilancia.
Tampoco es un caso aislado. En los últimos meses, sacerdotes y religiosas que han alzado la voz frente a la crisis nacional han sido hostigados, vigilados o señalados. Nombres como Lester Zayas, Alberto Reyes, Kenny Fernández Delgado, José Conrado Rodríguez Alegre o la religiosa Sor Nadiezka Almeida se han convertido en una molestia constante para un poder que no tolera críticas, ni siquiera desde los púlpitos.
La salida forzada del Padre Pepe confirma una verdad incómoda para el régimen: cuando la fe se pone del lado del pueblo y no del poder, se vuelve peligrosa. Y en Cuba, cualquier gesto de dignidad tiene precio.







