Díaz-Canel repite en el Pleno del Partido Comunista el mismo discurso vacío que ya no convence a nadie en Cuba

Redacción

En el último Pleno del Partido Comunista de Cuba, Miguel Díaz-Canel volvió a recitar el libreto de siempre, ese que promete cambios profundos mientras todo sigue exactamente igual. Palabras grandilocuentes, tono solemne y cero resultados palpables. Un déjà vu político que los cubanos conocen de memoria… y padecen a diario.

Habló de combatir el burocratismo, el formalismo y la inercia, como si esos males no fueran la esencia misma del sistema que él encabeza. Resulta casi cómico escuchar al primer secretario del PCC denunciar los frenos que el propio Partido ha construido durante más de seis décadas. El problema no es que existan, el problema es que son funcionales al poder.

Díaz-Canel volvió a desempolvar la consigna de “cambiar todo lo que debe ser cambiado”. La frase, heredada y vaciada de contenido, suena hueca en un país donde nada cambia, salvo para empeorar. Los apagones se eternizan, los salarios se evaporan, los ancianos pasan hambre y los jóvenes huyen. Pero según el discurso oficial, el problema sigue siendo la actitud, no el modelo.

Prometió fortalecer los mecanismos de control y profundizar la rendición de cuentas. Una ironía brutal en un país donde nadie rinde cuentas de nada, donde no existen contrapesos reales y donde el Partido se fiscaliza a sí mismo… y siempre se aprueba con nota máxima. La transparencia que anuncian nunca baja del micrófono al barrio.

El mandatario reconoció, sin querer queriendo, que todo lo debatido quedaría en palabras vacías si el Partido no cambia su manera de funcionar. Exacto. Y ahí mismo quedó el asunto, porque el Partido no cambia, no quiere cambiar y no puede cambiar sin desmontarse. La autocrítica controlada sirve para el titular, no para la acción.

Cuando habló de democracia interna, volvió a citar a Raúl Castro y a insistir en que, por ser el único partido, debe ser el más democrático. Una pirueta retórica que no resiste el menor análisis. Un partido único no puede ser democrático por definición, y mucho menos cuando criminaliza la discrepancia y persigue al que piensa distinto.

También prometió estar más cerca de los problemas reales de la gente. Lo dijo desde un salón climatizado, rodeado de cuadros que no hacen colas, no sufren apagones y no viven con 3 mil pesos al mes. La desconexión es tan profunda que ya ni se disimula.

Insistió en la exigencia a los cuadros, en la transparencia y en el ejemplo personal. Sin embargo, los mismos rostros siguen rotando cargos, acumulando privilegios y viajando al extranjero mientras el país se hunde. En Cuba, el fracaso no se castiga: se premia con ascensos.

Como siempre, el discurso cerró con la muletilla sagrada de la “unidad”. Una unidad obligatoria, vigilada y chantajeada, presentada como garantía de soberanía. Unidad para callar, no para decidir. Unidad para resistir, no para vivir mejor.

Y, por supuesto, no faltó el comodín eterno: el bloqueo, la guerra mediática, el enemigo externo. Según Díaz-Canel, cada día de la Revolución es una victoria, aunque el pueblo no tenga comida, medicinas ni futuro. Una victoria tan abstracta que solo existe en los discursos.

La realidad es otra. Las palabras ya no convencen, las promesas ya no movilizan y los discursos ya no tapan el desastre. Mientras el poder habla de batallas ideológicas, la gente libra una batalla diaria por sobrevivir.

Este Pleno no dejó anuncios, ni cambios, ni esperanza. Solo confirmó lo que millones de cubanos saben hace rato: el régimen sigue atrapado en su retórica, incapaz de ofrecer soluciones reales. Mucho verbo, poca verdad. Mucha consigna, cero credibilidad.

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