Hubo un tiempo —antes de 1959— en que Cuba no solo producía azúcar: era el mayor productor per cápita del planeta. Hoy, bajo el control absoluto del Partido Comunista, el país vive una paradoja que roza el absurdo histórico: importar azúcar desde Estados Unidos para cubrir su consumo interno.
La debacle no cayó del cielo. Es el resultado directo de más de seis décadas de centralismo, improvisación y destrucción sistemática del aparato productivo. La industria azucarera, orgullo nacional durante generaciones, ha sido llevada al colapso por el mismo régimen que aún se presenta como garante de la soberanía.
Datos oficiales del Departamento de Agricultura de EEUU confirman el bochorno. Entre enero y septiembre de 2025, Cuba gastó 14,9 millones de dólares en azúcar estadounidense, un salto notable frente a los 11,1 millones del año anterior. Todo esto ocurre mientras el país atraviesa una de las peores zafras de su historia reciente, incapaz siquiera de cubrir la demanda básica.
La caída del azúcar no es una excepción, es el símbolo. La economía cubana ya no produce lo que come, ni siquiera lo que históricamente dominaba. La falta de inversión, el éxodo de fuerza laboral, la obsolescencia industrial y la asfixia burocrática han dejado al sector agrícola en estado terminal.
Y aun así, el régimen insiste en culpar al “bloqueo”. Un relato cada vez más difícil de sostener cuando los números hablan solos. Solo en los primeros nueve meses de 2025, Cuba compró más de 355 millones de dólares en productos a Estados Unidos, un aumento del 15% respecto al mismo período de 2024. Azúcar, carne, granos, café… todo llega desde el país que La Habana señala como culpable de sus miserias.
El embargo, además, permite la compra de alimentos. Cuba paga en efectivo porque carece de crédito internacional, no porque no pueda comprar. Si existiera el bloqueo que repite la propaganda, no se habrían gastado más de 335 millones de dólares en apenas nueve meses. La narrativa se cae por su propio peso.
El problema real está dentro. Más del 80% de los alimentos que consume la Isla son importados, una dependencia brutal para un país con tierras fértiles y tradición agrícola. Y aun así, la mayoría de los cubanos vive en inseguridad alimentaria, con mesas vacías y precios imposibles.
Las importaciones alivian el momento, pero no curan la enfermedad. La producción nacional sigue desplomándose por falta de incentivos, de inversión y de libertad económica. Para colmo, el Estado destina apenas un 3% de su presupuesto al sector agropecuario, una cifra ridícula que explica por qué el campo cubano está abandonado y la comida escasea.
El resultado es claro. El socialismo cubano logró lo impensable: convertir al antiguo rey del azúcar en un cliente más del mercado estadounidense. No es una sanción externa, es una derrota interna. Dulce, amarga y completamente autoinfligida.










