El hielo se convierte en un artículo de lujo en Cuba en medio de los largos apagones y un «piedra» se cotiza hasta por 50 pesos cubanos

Redacción

No sé exactamente cuándo entendí que el hielo era una ventaja estratégica en este país. Quizás fue aquella vez que me caí y mi padre, con sabiduría de campo y escasez urbana, me puso un trapo frío sobre el moretón. O tal vez en los años 90, cuando mi madre descongelaba el viejo refrigerador soviético en pleno apagón, le plantaba un ventilador delante y yo miraba fascinado cómo los carámbanos se soltaban uno a uno, como si la nieve también quisiera emigrar.

Puede que haya sido en una fiesta familiar, cuando mis primos conseguían un bloque de hielo y lo hacían añicos para que la cerveza del cumpleaños no se calentara más rápido que el ánimo. El caso es que desde niño supe que en el Caribe el frío es poder.

Miro ahora un cartel improvisado, amarrado a una puerta con cuatro chinches y escrito a plumón, y confirmo la sospecha. Aquí el calor manda. El agua se evapora como el dinero, como la paciencia, como la verdad. En esta tierra nada se solidifica fácilmente. Los taínos no conocieron el congelador y los mayas no soñaron con un vaso con hielo. Eso vino después, en barcos europeos, como antídoto contra la podredumbre.

El hielo se quedó. Nos enseñó a guardar la carne para mañana, a salvar los frijoles de ayer, a refrescar la leche del niño, incluso a besar poniendo una piedrecita fría entre los labios. Pero como no es de aquí, siempre está huyendo. Y en esta Cuba de finales de 2025, parece que por fin lo logró.

Los apagones que superan con descaro las 36 horas hacen imposible que una nevera cumpla su función. El agua, si llega, apenas alcanza a ponerse “fresca”. Congelarse es ciencia ficción. Así, el hielo dejó de ser cotidiano y pasó a ser artículo de lujo.

Me acerco a una puerta. Dudo si tocar. La curiosidad gana. Siempre hay quien logra sacarle filo a la desgracia. Los que tienen paneles solares, inversores, ecoflows y un circuito privilegiado viven otra realidad. En muchas ciudades de Cuba —La Habana aparte, que a veces parece otro país— existen zonas “priorizadas”, bendecidas por un hospital o una institución importante. A esas calles la oscuridad les pasa por el lado.

Camino por uno de esos circuitos en Matanzas, el que alimenta al Pediátrico. En menos de cuatro cuadras cuento diez casas vendiendo hielo. En la última me detengo. Mis nudillos quedan a centímetros de la puerta. Toco.

Me abre un hombre en chores y chancletas, tan familiar que pudo ser mi padre, tu abuelo o una tía en bata. Le pregunto el precio. Se rasca el costado y responde, sin drama: “50 pesos el jarro”.

Me disculpo, digo que regreso después y sigo caminando hacia una zona no priorizada, territorio plebeyo. Pienso que 50 pesos, con esta inflación salvaje, es casi calderilla. Pero es otra entrada, pequeña pero vital, que sostiene una casa. No requiere más que agua… si es que también no falta.

Para unos, el hielo es rutina. Para otros, es necesidad y milagro. Ese milagro evita que la carne no se pudra, permite un trago con hielo, salva la leche del niño, refresca una mejilla ardida por el calor y la desesperación. Incluso enseña a besar.

En la Cuba de hoy, tener hielo es escapar un poco del subdesarrollo, aunque sea por un jarro a 50 pesos.

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