Sandro Castro volvió a hablar de Cuba y, como casi siempre, terminó diciendo más de sí mismo que del país. Esta vez lo hizo desde Instagram, con una frase que pretendía sonar humana, dolida, patriótica. “Lástima esté pasando por momentos tan duros y difíciles. Lo peor, no vemos la luz al final del túnel”, escribió, adornando el mensaje con banderitas y emojis tristes, como quien pone flores plásticas sobre una ruina real.
Dicho por cualquiera, el comentario podría pasar por honesto. Dicho por el nieto del hombre que dejó a Cuba atrapada en ese túnel, suena a burla involuntaria, a cinismo heredado. Sandro habla de dureza desde una vida blindada por privilegios, rodeado de autos de lujo, fiestas privadas y negocios imposibles para el cubano común. Habla de oscuridad sin haber vivido jamás un apagón con hambre.
Su frase fue recibida por muchos como una crítica velada al gobierno de Díaz-Canel, pero en realidad funciona más como una exhibición de impunidad. Puede decir lo que quiera porque nadie le va a tocar un pelo. En un país donde opinar cuesta cárcel, Sandro juega al inconforme seguro, al rebelde decorativo que no paga precio alguno.
Ese papel le queda cómodo. Mientras miles de jóvenes cumplen condenas por escribir en redes, él se permite reflexionar sobre el desastre nacional como si fuera un espectador melancólico, no parte del linaje que lo causó. Su tristeza no cuestiona el origen de la catástrofe, solo la administra en frases vagas, sin responsables, sin memoria, sin vergüenza.
No es la primera vez. Hace poco, cuando le preguntaron si le gustaría ser presidente de Cuba, respondió que “quizás” lo sería cuando se acabara el embargo. La frase, entre ingenua y soberbia, dejó claro algo inquietante: para Sandro, el poder sigue siendo un asunto familiar, una opción latente, como una finca que se hereda cuando cambian las condiciones.
Ahí está la grieta real. Mientras Díaz-Canel y la burocracia de la “continuidad” repiten consignas gastadas sobre resistencia y optimismo, el nietísimo se permite admitir lo que el discurso oficial niega: que no hay luz al final del túnel. Y lo dice sin miedo, sin consecuencias, casi con desdén. No como denuncia, sino como recordatorio de jerarquía.
Detrás de su supuesto patriotismo hay populismo hueco y ego inflado. Habla de humanidad, pero nunca de responsabilidad. Habla de dolor, pero nunca de culpa. Nunca del apellido que convirtió a Cuba en un experimento fallido. Su necesidad constante de protagonismo —negar que sea comunista, asegurar que no tiene privilegios, fingir empatía— forma parte de un espectáculo narcisista que se alimenta de provocación.
En esta escena, Sandro no solo se ríe del pueblo. También deja en ridículo a los guardianes del poder. Con una sola frase, desmonta el relato triunfalista del régimen y expone su derrota moral. Porque si hasta el heredero dorado admite que no hay salida, ¿qué queda del cuento oficial?
La contradicción es brutal: un país que predica sacrificio mientras sus herederos viven en abundancia. Ese contraste es hoy el espejo más fiel de Cuba. Sandro no habla por los cubanos. Habla sobre ellos, desde una altura que solo conserva quien nunca ha hecho una cola interminable, nunca ha contado monedas para comprar pan, nunca ha sudado una noche entera sin corriente.
La “luz al final del túnel” que dice no ver no es una confesión sincera. Es una provocación elegante. Una manera de recordarle al país —y a la continuidad— que el apellido Castro sigue teniendo licencia para decir lo que otros no pueden… y seguir brindando después.







