Durante la más reciente sesión del Comité Central del Partido Comunista de Cuba, Miguel Díaz-Canel rompió por fin el silencio sobre la caída de Alejandro Gil Fernández, el exministro de Economía que hasta hace poco era presentado como cerebro técnico del régimen y hoy cumple cadena perpetua acusado de corrupción y espionaje.
El giro fue brutal y, como casi todo en la política cubana, cargado de cinismo. Díaz-Canel, que no hace tanto llamaba “amigo” a Gil y fue incluso su tutor de tesis doctoral, ahora lo despacha con calificativos como traidor, vendepatria, egoísta y ambicioso. En Cuba, la amistad dura lo que dura la utilidad política.
La sentencia contra Gil Fernández fue notificada el 8 de diciembre de 2025, en un proceso que el régimen ha vendido como “justicia ejemplarizante”. Según el Tribunal Supremo Popular, el exministro fue condenado por espionaje, cohecho, sustracción de documentos y violación de normas sobre información clasificada. Todo muy grave… y todo decidido en un juicio a puerta cerrada, sin acceso público a pruebas ni garantías de transparencia.
Ahí es donde empiezan las dudas. Las evidencias nunca se han mostrado con claridad, y el hermetismo absoluto del proceso ha disparado las sospechas de que más que justicia, lo que hubo fue una purga interna. Gil cae en el peor momento posible: una Cuba hundida en crisis estructural, con inflación fuera de control, apagones interminables y reformas económicas que fracasaron estrepitosamente… muchas de ellas impulsadas por él mismo bajo la supervisión directa del poder.
En su discurso, Díaz-Canel recurrió al manual de siempre. Sacó a Fidel Castro del archivo, citando un discurso de 1960 para justificar que en una revolución los intereses del pueblo chocan con los “enemigos del pueblo”. Traducido al lenguaje actual: cuando algo sale mal, hay que buscar un culpable y colgarlo públicamente.
El presidente habló de quienes “lucran con las necesidades”, de los que “entorpecen el camino” y de aquellos capaces de “vender a la nación que un día los exaltó”. Sin decirlo explícitamente, Alejandro Gil fue presentado como el villano perfecto, el rostro de todos los errores que el propio régimen no quiere asumir.
También repitió otra frase clásica: que en la revolución todos deben “quitarse la careta”. Una ironía difícil de digerir en un sistema donde nadie asciende sin obediencia absoluta, y donde la lealtad no es un valor moral, sino una condición de supervivencia.
La alusión a Fidel no fue casual. Díaz-Canel necesita el fantasma del dictador para legitimar decisiones extremas y reforzar su autoridad en un momento en que su liderazgo está cada vez más cuestionado. Gil no solo fue un ministro caído en desgracia; fue una advertencia interna para el resto del aparato estatal.
Mientras el país se hunde en la escasez, el régimen utiliza el caso como cortina de humo. Un juicio cerrado, una condena máxima y un enemigo interno fabricado funcionan mejor que explicar por qué la economía está destrozada y la gente no puede vivir de su salario.
El control férreo de la información solo ha aumentado la desconfianza. Aunque el gobierno intenta vender la condena como un triunfo de la justicia revolucionaria, en la calle se percibe como otro capítulo de ajuste de cuentas, donde hoy eres ministro estrella y mañana eres traidor oficial.
En la Cuba del poder absoluto, nadie cae solo. Y cuando cae, el sistema se encarga de reescribir la historia para que parezca que nunca fue uno de los suyos.










