Miguel Díaz-Canel volvió a sacar el libreto gastado de la victimización tras la incautación, en el Caribe, de un petrolero venezolano que llevaba combustible rumbo a Cuba. La operación estadounidense desató la furia del Gobierno cubano, no tanto por principios internacionales, sino porque les tocaron el tanque de gasolina del régimen.
Desde La Habana, el mandatario calificó la acción como “piratería” y se lanzó a comparar a Washington con los corsarios de siglos pasados. Mucho dramatismo, poca autocrítica, como de costumbre.
Durante una intervención a puertas cerradas ante la cúpula del Partido Comunista, Díaz-Canel habló de una “afrenta inédita” al derecho internacional y acusó a Donald Trump de mandar piratas modernos contra un buque venezolano. En su versión, Estados Unidos habría robado el crudo “sin pudor”, como si el envío clandestino de petróleo fuera una excursión legal y transparente.
El discurso no fue casual. Cuba salió en defensa de Venezuela porque se defendía a sí misma. El combustible incautado era vital para mantener encendidas unas termoeléctricas que hoy apenas respiran, en medio de apagones eternos y una crisis energética que tiene al país patas arriba.
Díaz-Canel no hizo más que repetir, casi palabra por palabra, el guion de Nicolás Maduro. El jefe del chavismo ya había hablado días antes de una supuesta “nueva era de piratería naval criminal” en el Caribe, en uno de esos discursos donde todo es culpa del imperio y nada del desastre interno.
Maduro incluso aseguró que hubo secuestro de tripulantes durante la intercepción del buque, elevando el tono épico del relato. Pruebas, como siempre, ninguna.
Lo cierto es que La Habana ya había dejado clara su postura días antes, cuando acusó a Estados Unidos de piratería apenas se supo de la confiscación frente a las costas venezolanas. Sin embargo, el régimen terminó confesando lo que al principio intentó disimular: ese petróleo iba directo a Cuba.
Una investigación de Axios reveló que el buque transportaba crudo venezolano siguiendo rutas clandestinas propias del mercado negro energético. Días después, el propio castrismo admitió que la operación afectaba los “suministros de hidrocarburos a Cuba”, dejando al descubierto la dependencia total de la Isla de estos cargamentos opacos.
La incautación fue ejecutada por el FBI, el Departamento de Seguridad Nacional y la Guardia Costera de Estados Unidos, con apoyo del aparato militar. El buque, un superpetrolero con capacidad para más de 320 mil toneladas, llevaba años bajo sanciones por su vínculo con redes ilegales de transporte de crudo venezolano e iraní.
Según Axios, parte de ese petróleo habría sido revendida por Cuba en mercados asiáticos, incluidos destinos como China, en esquemas que salpican a familiares de Raúl Castro, una práctica muy revolucionaria… pero solo cuando hay dólares de por medio.
Desde Washington, Donald Trump celebró la captura y la calificó como la mayor incautación de este tipo. Con su estilo provocador, ironizó diciendo que Estados Unidos se quedaría con el petróleo y hasta bromeó con seguir el barco en helicóptero.
Funcionarios estadounidenses definieron la operación como un “doble golpe”: menos dinero para el régimen de Maduro y menos combustible para sostener al castrismo.
En la calle cubana, lejos de los discursos inflamados, el mensaje fue claro. Este episodio volvió a confirmar que el país sigue atado a envíos oscuros de petróleo extranjero para sobrevivir, mientras el régimen culpa a otros del desastre que lleva décadas fabricando. Aquí no hubo piratería: hubo un sistema al descubierto, otra vez.










