En Cuba, la propaganda nunca descansa. Si no hay pan, hay relato; si no hay luz, hay épica. Esta vez, el régimen decidió convertir una simple proyección cinematográfica en acto político solemne, con alfombra ideológica incluida, dentro de la sede del Comité Central del Partido Comunista.
Allí, en la penumbra cuidadosamente iluminada del poder, Miguel Díaz-Canel y Roberto Morales Ojeda se acomodaron para ver Nora, el más reciente producto audiovisual del ICAIC dirigido por Roly Peña. La prensa oficial lo vendió como “un momento de intercambio cultural”. En la práctica, fue una función privada de propaganda para consumo interno.
La película, “inspirada en hechos reales” —esa coletilla que en Cuba significa licencia total para la manipulación—, revive el gastado guion de una espía cubana infiltrada en supuestos “grupos terroristas de Miami”. Un enemigo reciclado que el régimen saca del clóset cada vez que necesita justificar su paranoia o distraer del desastre cotidiano.
Mientras tanto, en la Cuba real, nadie se infiltra en nada. Son los ciudadanos los que viven escondiendo opiniones, cuidando palabras y sobreviviendo al miedo. Pero en el universo ficticio del cine oficial, la heroína Nora encarna “resistencia” y “soberanía”, conceptos tan manoseados como vacíos.
Tras la proyección, Díaz-Canel hizo su parte. Con gesto ensayado y tono de consigna, afirmó que “como Nora y como David hay mucha gente en nuestro pueblo”. Una frase que suena más a línea de guion que a convicción, repetida para cumplir con el ritual.
Morales Ojeda, fiel a su rol de eco ideológico, asintió. Él no solo cree en esas frases, también suele escribirlas. El auditorio, poblado de cuadros del Partido, burócratas culturales y artistas agradecidos, respondió con aplausos automáticos. El teatro estaba completo.
El presidente del ICAIC, Alexis Triana, y el director Roly Peña aprovecharon para hablar de su supuesto empeño por “revitalizar el cine cubano”. Una declaración que roza el sarcasmo, viniendo de quienes han convertido al cine nacional en un apéndice audiovisual del periódico Granma.
Porque el cine cubano que incomoda, el que cuestiona, el que muestra la miseria, la censura y el exilio, no existe para el ICAIC. Directores como Miguel Coyula o Carlos Lechuga no pisan estas salas. Sus obras no reciben aplausos oficiales, sino silencios administrativos y puertas cerradas.
“Yo no tengo que importar héroes: los tengo en mi historia”, dijo Peña, orgulloso. Lo que no dijo es que los verdaderos héroes del cine cubano están fuera del relato oficial, marginados, censurados o filmando desde el exilio y la precariedad.
Los héroes que sí caben en Nora son los de siempre: personajes de cartón, ensamblados con consignas, nostalgia revolucionaria y enemigos imaginarios. Figuras diseñadas para sostener un discurso que ya no convence ni a quienes lo repiten.
La noche terminó como manda el manual: entrega de afiches, fotos para el archivo ideológico y sonrisas para la prensa. Díaz-Canel y Morales Ojeda recibieron sus carteles con solemnidad casi militar. También hubo reconocimiento para Teresa Amarelle Boué, en nombre del “papel de la mujer en la Patria”, porque ningún acto está completo sin cuota simbólica.
Todo quedó documentado. Nada se dijo de los cines cerrados, las salas sin aire acondicionado, los proyectores rotos o la cultura en ruinas fuera de La Habana. La realidad, una vez más, no entró en la sala.
Nora se presenta como un thriller de espionaje, pero termina siendo una metáfora involuntaria del propio sistema que la produce: simulación, miedo, lealtades forzadas y un guion impuesto desde arriba. No hay suspenso, hay consignas. No hay conflicto, hay obediencia. No hay verdad, hay propaganda.







