En Cuba, disentir del relato oficial sigue siendo un lujo peligroso. El diputado Emilio Interián lo comprobó en carne propia tras cuestionar el modelo socialista en la Asamblea Nacional del Poder Popular. Su intervención, poco habitual por su sinceridad, lo convirtió en el blanco de una campaña de desprestigio lanzada desde entornos afines a la dictadura de Díaz-Canel.
Perfiles oficiales, páginas fidelistas y comentaristas radicales del castrismo no tardaron en reaccionar. Entre ellos sobresale Paquito de Cuba, también diputado, quien salió a cuestionar la legitimidad de Interián, poniendo en duda su origen, sus motivaciones e incluso su capacidad para representar al pueblo. No era el contenido de sus palabras lo que molestaba: era el hecho de que alguien dijera en público lo que todos ven a diario.
El mensaje fue claro: en el Parlamento castrista no hay debate real. Quien se atreva a criticar el colapso económico o la ineficiencia del sistema estatal enfrenta un vendaval de ataques, mientras la mayoría de los legisladores aplauden sin cuestionar y obedecen sin chistar. La disidencia interna simplemente no existe.
En medio del acoso, destacó la periodista oficialista Ana Teresa Badía, que rompió filas y defendió públicamente a Interián. Reconocer la ineficiencia del sistema, dijo, no es traición, sino responsabilidad política. Su postura contrastó con la respuesta dominante: ataques personales, apelaciones al pasado y consignas ideológicas, evitando cualquier análisis serio sobre por qué la producción estatal está en ruinas.
Lo ocurrido confirma un patrón: en Cuba, la franqueza se castiga y el silencio se premia. Hablar de apagones, escasez, improductividad y empobrecimiento no es tolerado, y quienes lo hacen enfrentan consecuencias inmediatas: descrédito público, repudio mediático y riesgo político. Más que un debate sobre economía, lo que el régimen envió fue un mensaje inequívoco: no digas lo que no queremos escuchar, aunque sea la realidad que viven millones de cubanos.







