Más de 3,500 contenedores marítimos fuera de uso serán reconvertidos en supuestas viviendas para distintos municipios de La Habana, en lo que el régimen presenta como una “estrategia” para enfrentar el desastre habitacional que arrastra el país desde hace décadas. En la práctica, se trata de otro parche improvisado, nacido de la escasez crónica de recursos y del fracaso total de la construcción estatal.
La iniciativa se vende como una alternativa “creativa” ante la incapacidad del sistema para sostener la edificación tradicional. Dicho sin maquillaje: no hay cemento, no hay acero, no hay planificación y no hay país que aguante. Así que la solución es reciclar chatarra y llamarla vivienda.
Las primeras adaptaciones se realizan en la Unidad Empresarial de Base Producciones Metálicas, en Guanabacoa. Allí se acondicionan módulos de apenas 29 metros cuadrados, donde se promete encajar sala, cocina-comedor, baño y dos habitaciones, además de puertas, ventanas, pintura anticorrosiva y algún que otro revestimiento interior. Todo muy bonito en la nota oficial, aunque lejos de la realidad diaria del cubano promedio.
Según explicó Delilah Díaz Fernández, directora del Programa de la Vivienda, estas “casas” se asignarán a trabajadores de parques solares, personas afectadas por derrumbes totales y familias catalogadas como vulnerables, siempre a través de los gobiernos locales y las direcciones municipales y provinciales. Es decir, el mismo aparato burocrático que lleva años sin resolver nada ahora decidirá quién merece vivir en un contenedor.
El financiamiento sale del Presupuesto del Estado, pero con trampa incluida. Los beneficiarios deberán asumir un crédito bancario cuyo monto dependerá de los materiales usados y del nivel de terminación. En otras palabras, vivir en un contenedor también se paga, incluso cuando no fue una opción, sino la única salida que deja el régimen.
Desde la propia entidad productora reconocen que la falta de combustible y los apagones constantes han frenado el ritmo de ejecución de las primeras 35 viviendas previstas para el reparto La Solita, en Arroyo Naranjo. La ironía es brutal: ni siquiera los contenedores avanzan en un país paralizado por la crisis energética.
Esta fórmula no se limita a La Habana. En Villa Clara, la Empresa Electromecánica impulsa un proyecto similar para fabricar viviendas a partir de módulos metálicos reutilizados, mientras la prensa oficial habla de innovación y reciclaje como si se tratara de un logro y no de una confesión de fracaso.
Autoridades y trabajadores del sector intentan vender estas iniciativas como parte de una estrategia moderna de construcción con materiales alternativos. Pero el propio enfoque deja al desnudo las limitaciones estructurales del país, incapaz de enfrentar un déficit habitacional gigantesco con métodos convencionales y sostenibles.
En Santiago de Cuba, el discurso se vuelve más urgente. Allí se acelera la reconversión de contenedores en viviendas “emergentes” ante el colapso total del fondo habitacional, agravado tras el paso del huracán Melissa. El primer ministro Manuel Marrero Cruz incluso pidió apurar esta modalidad en Granma, donde miles de familias siguen viviendo entre derrumbes, hacinamiento y albergues que ya dejaron de ser temporales hace años.
La reconversión de contenedores también avanza en Guantánamo como respuesta a los daños dejados por Óscar y Melissa. Pero lejos de ser una solución amplia, digna o gratuita, implica menos espacio, más deuda y expectativas rebajadas a la lógica de la escasez permanente.
La falta de materiales de construcción y un déficit que supera las 800,000 viviendas han llevado al régimen a buscar salidas desesperadas como esta. Una decisión que ha sido duramente criticada por su improvisación, la ausencia de planificación real y el desprecio por las condiciones mínimas de habitabilidad.
Las principales alertas apuntan a la falta de aislamiento térmico y ventilación adecuada. En el clima de Cuba, estos contenedores pueden convertirse fácilmente en hornos solares, haciendo la vida diaria casi insoportable. A eso se suma la inseguridad estructural ante fenómenos climáticos y la carencia de infraestructuras básicas en muchas zonas.










