Las imágenes no engañan. Plásticos colgando del techo para frenar la lluvia, láminas rotas, paredes rajadas, oscuridad y abandono. Así vive hoy Dulce María Ramírez Rosabal, una abuela cubana que lo dio todo y terminó olvidada por el mismo sistema que dice defenderla.
Dulce María no pide lujos. Pide lo básico: un techo seguro, un poco de dignidad, respeto. Ni siquiera eso ha recibido. El ciclón arrasó su casa y después de eso no apareció nadie. Ni una visita, ni una solución, ni una ayuda real. Todo lo que se promete desde los micrófonos oficiales es mentira.
Mientras los funcionarios hablan de “resistencia”, ella resiste de verdad.
Mientras anuncian programas de viviendas y casas hechas con contenedores para lucirse en la prensa, ella duerme bajo nailon.
Mientras celebran consignas y aniversarios, ella envejece en el olvido.
Esta es la comparación más cruel de la Cuba actual.
Abuelas sobreviviendo entre ruinas, autoridades viviendo protegidas, cómodas y mudas. Contramaestre es testigo de esa realidad que el discurso oficial intenta esconder.
Lo que vive Dulce María no es una tragedia natural.
Es abandono.
Es indiferencia política.
Es un sistema que utiliza a los viejos en discursos emotivos y los descarta en la práctica.
¿Dónde quedaron las supuestas “prioridades sociales”?
¿Dónde está la asistencia prometida después del ciclón?
¿Dónde está el respeto a quienes levantaron este país con sus manos cansadas?
Las abuelas cubanas no deberían mendigar dignidad. No deberían ser noticia por la miseria en la que sobreviven. Deberían estar protegidas, acompañadas, cuidadas. Lo que ocurre con Dulce María es una vergüenza nacional, y el silencio de las autoridades de Contramaestre las convierte en cómplices.
Esto no es caridad. Es justicia.
Esto no es política. Es humanidad.
Porque un país que abandona a sus abuelas ya se quedó sin alma.
Dulce María Ramírez Rosabal vive en la calle 4, entre 15 y 17, en Lumumba, Santiago de Cuba. Sigue ahí, bajo un techo agujereado, contando las gotas cuando llueve. Ya dejó de creer. Ya perdió la esperanza. Y eso, en Cuba, es quizás la prueba más dura del fracaso de un sistema que prometió proteger a los suyos y los dejó caer.










