En plena tarde de Nochebuena, Miguel Díaz-Canel se reunió con científicos y expertos del sistema de salud en el Palacio de la Revolución. Según ellos, los casos de dengue y chikungunya en Cuba muestran una disminución, y la televisión estatal informó que ya van ocho semanas consecutivas de reducción.
Pero la mayor parte de las provincias —excepto Matanzas, Granma y la Isla de la Juventud— siguen atrapadas en lo que llaman el “corredor endémico de epidemia”. Mientras tanto, más de 2.800 personas continúan reportando chikungunya en 134 municipios, y lugares como Guantánamo, Las Tunas, Santiago de Cuba, Pinar del Río y Artemisa mantienen cifras por encima del promedio nacional.
El matemático Raúl Guinovart Díaz aseguró que los modelos de pronóstico apuntan a una “tendencia a la mejoría” y que la epidemia podría controlarse entre enero y febrero, siempre que las condiciones ambientales no cambien. Una predicción que suena bien en los titulares, pero poco alivia a quienes llevan meses con dolor articular crónico, fatiga y secuelas que complican la vida diaria.
En Matanzas, al menos un 60% de los pacientes recurre a tratamientos de rehabilitación o a la medicina tradicional tres meses después del contagio, un indicador claro de que las cifras oficiales solo muestran la punta del iceberg.
El gobierno repite la letanía de la “unidad entre la ciencia y la sociedad” para proteger la salud, pero no dice si hay fumigadoras suficientes, medicamentos o insumos básicos en los policlínicos. Mientras tanto, la gente enfrenta apagones, escasez de medicinas y mosquitos que no entienden de discursos optimistas.
La reunión terminó con mensajes de esperanza sobre el control de la epidemia, pero en los barrios, casas y hospitales, la “mejoría” todavía no llega. En Cuba, la ciencia oficial y la realidad cotidiana parecen vivir en mundos distintos.










