Sandro Castro, nieto de Fidel Castro y figura habitual del ocio nocturno habanero, volvió a encender las redes sociales con una provocación que en Cuba solo puede permitirse alguien con apellido blindado.
En una historia publicada en su cuenta de Instagram, Sandro mostró un pastel con el logo de su marca personal acompañado de una botella de cerveza Cristal. Hasta ahí, puro postureo. Pero el remate llegó cuando respondió a un seguidor que le preguntó qué opinaba de “el Diasca, la limonera”. La respuesta fue clara, burlona y con mala intención: “Soy más de tomar Cristachhh, no limonada”.
La alusión no pasó desapercibida. La frase se burla directamente de Miguel Díaz-Canel y de su ya infame declaración de que “la limonada es la base de todo”, símbolo del cinismo oficial en medio de la miseria cotidiana. Sandro no explicó nada más. No hacía falta. El mensaje estaba servido, con frosting incluido.
La reacción fue inmediata. Para muchos cubanos, la escena volvió a desnudar una verdad incómoda: no todos los cubanos viven bajo las mismas reglas. Mientras periodistas independientes, activistas y ciudadanos comunes son multados, interrogados o encarcelados por opinar, el nieto del hombre que instauró el sistema puede burlarse del presidente sin temor a consecuencias.
Sandro Castro no es disidente, ni opositor, ni valiente. Es simplemente alguien que sabe que puede hacerlo. Que su apellido lo protege. Que la policía no toca la puerta cuando él habla. Que la Seguridad del Estado mira para otro lado cuando la burla viene “desde adentro”.
Y ahí está el verdadero escándalo. No en la broma, sino en el privilegio. En la impunidad. En esa Cuba partida en dos, donde unos sobreviven con consignas y miedo, y otros se ríen con cerveza en la mano.
La pregunta ya no es qué piensa Sandro de Díaz-Canel. La pregunta es por qué solo Sandro puede decirlo.










