Coches de caballos, los primeros boteros que tuvo La Habana

Redacción

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Coches de caballos, los primeros boteros que tuvo La Habana

Los primeros taxistas o boteros aparecieron en La Habana en 1836 y las guaguas circularon a partir de 1840. Años antes, a comienzos del siglo XIX se introdujeron los quitrines, pero su uso no se generalizó hasta 1820. Para entonces los coches, pese a conocerse aquí desde el siglo XVIII, eran pocos y en 1840 solo existían el del Capitán General y el que los sacerdotes de la Catedral utilizaban para visitar a los enfermos.

Las calles, estrechas y mal niveladas, eran un desastre y se hacía molesto andar por ellas. En su empedrado se utilizaban piedras de todos los tamaños y la tierra que las acuñaba era arrastrada por las primeras lluvias. No existían carreteras, sino caminos reales y vecinales, a menudo intransitables, y todavía en 1858 La Habana tenía solo cuatro calzadas que merecían tal nombre, aunque dos décadas antes el gobernador Miguel Tacón había acometido la pavimentación de las calles, así como su rotulación y la numeración de los inmuebles.

Con tales condiciones, el quitrín fue convirtiéndose en el carruaje insustituible, tanto en la ciudad como en los campos. Sus ruedas enormes le permitían un impulso mayor e impedían que se volcara y las largas, fuertes y flexibles barras de majagua aumentaban la seguridad del vehículo. La caja, montada sobre sopandas de cuero, propiciaba, con su movimiento lateral, un viaje suave y cómodo, y el fuelle mitigaba en algo el sol y el calor. Sus estribos eran de resorte o de cuero y no oponían resistencia a los árboles y piedras del camino.

Un quitrín podía ser tirado por un solo caballo, pero a veces se utilizaban dos y hasta tres. El que iba dentro de las barras debía ser de trote y los otros, de paso. De esos dos últimos, el de la izquierda ayudaba al tiro y era «la pluma». Sobre el de la derecha, «de monta», iba el calesero. Pero solo en el campo se empleaban las tres bestias porque en las ciudades bastaba con dos y a menudo con un solo cuadrúpedo.

José María de la Torre, en su libro Lo que fuimos y lo que somos o La Habana antigua y moderna (1857) asevera que en la ciudad, a fines del siglo XVIII, «solo se conocían las volantes, las calesas tiradas por mulas y algún coche». Este tipo de vehículo se hizo más común a partir de 1846. La volante era un quitrín, destinado generalmente al servicio de alquiler, más reducido y de confección menos acabada y artística; y menos cómodo que el quitrín, por otra parte, dada la rigidez de su caja. Diligencias y berlinas enlazaban a la capital con las poblaciones vecinas.

Otro carruaje de uso más o menos frecuente era la araña; vehículo de lujo muy ligero, de cuatro ruedas, capota, un asiento posterior, muy reducido, para el esclavo y, de ordinario, tirado por un solo caballo y que era guiado casi siempre por el dueño. El uso de la calesa, vehículo de dos o cuatro ruedas, dos asientos y capota de vaqueta, no parece haberse extendido mucho en Cuba. Sin embargo, al conductor de quitrín o de volante no se le llamó nunca quitrinero ni volantero, sino calesero.

El calesero era el aristócrata dentro de los esclavos. Aunque no estaba exento de castigo, el amo le guardaba ciertas consideraciones. Como se le hacía necesario y no resultaba fácil sustituirlo, pasaba por alto sus faltas. Se le veía como a una persona cercana, de confianza. Conocía los secretos de su dueño, le servía de mediador y mensajero en sus amoríos, sabía cuándo le apuraba el dinero y cuándo le sonreía la fortuna y no era raro que, de niños, hubieran jugado juntos. Eso le permitía libertades. El calesero tenía suerte con las mujeres, era enamorado y bailador, y vestía bien, tanto en traje de casa como en traje de monta.

Las familias de mayores recursos se gastaban una fortuna en los adornos de plata que lucían sus carruajes en sillas, estribos, arreos, cabezadas y correas. Un juego completo de quitrín no bajaba de los tres mil quinientos pesos; cifra esa que incluía al calesero, los caballos, los adornos, así como el impuesto y la escritura. Se dice que en 1836, sin contar las diligencias y berlinas, circulaban por La Habana cuatro mil carruajes.