¿Cómo eran las bodegas que recuerdan nuestros abuelos en Cuba?

Redacción

¿Cómo eran las bodegas que recuerdan nuestros abuelos en Cuba?

La palabra bodega, cuando se emplea para designar lo que en Cuba se entiende por tal cosa, es un cubanismo. Tienda de víveres al por menor o abacería, y, por extensión, la tienda mixta de las pequeñas poblaciones o del campo en la que también se venden víveres. De ahí que mucha gente del interior, cuando viene a La Habana, llame tienda a la bodega y casilla a la carnicería. Y tienen razón, aunque les cause risa a muchos. Porque bodega, en puridad, es el lugar destinado para guardar el vino o para servir de almacén a los mercaderes.

La bodega es una institución en la vida cubana. Es, más allá de lo que en esta se adquiere, lugar de encuentro y reunión de los vecinos. Una especie de plaza pública en miniatura donde se conversa sobre los pormenores del día, el estado del tiempo, la salud del viejito de al doblar, los nuevos amores de la muchacha de enfrente, que está acabando, y también, por qué no, de cuestiones de alta política o del rumbo de la competencia deportiva que trae en vilo a la fanaticada. Lo que no se acaba de solucionar en la ONU, encuentra arreglo en la bodega de la esquina y allí se le enmienda la plana al más ranqueado de los mentores beisboleros.

Mucho varió la bodega a lo largo de las últimas décadas. Su espectro comercial se redujo al perder la cantina y la parte que en ella se destinaba a quincalla y se constriñó su horario. En una época, los lunes, martes, jueves, viernes y sábados abría desde las siete de la mañana hasta las 11 de la noche, con un intermedio para el almuerzo y la siesta entre la una y las tres. Los miércoles cerraba a las siete de la tarde y los domingos, a las 12 del día. El bodeguero, por lo general, vivía en la misma bodega y había muy pocas bodegueras; eran casi siempre hombres los que atendían detrás del mostrador. Estaba el bodeguero cubano y los bodegueros españoles y chinos.

Si un cliente habitual de uno de esos establecimientos requería hacer efectivo un cheque, ahí estaba el bodeguero para realizar la operación; y si necesitaba dinero, el bodeguero podía hacer un pequeño préstamo. Entonces se fiaba en la bodega. Si el cliente se comprometía a pagar en la semana, los gastos en que incurría se anotaban en una tira de papel que el bodeguero conservaba y rompía cuando le liquidaban la deuda. Si el compromiso de pago se establecía para un plazo más largo, mensual, digamos, el bodeguero hacía las anotaciones en una pequeña libreta que él mismo facilitaba al cliente y que permanecía en manos de este. Las cuentas se sacaban a punta de lápiz. Un lápiz de creyón gordo y muy negro que el bodeguero portaba en la oreja y no en el bolsillo de la camisa. Los clientes, en ese tiempo, no eran clientes ni usuarios. Eran marchantes.

Toda bodega en Cuba que se respetara anunciaba en un lugar bien visible que expendía víveres y licores finos. Pero se vendían otras muchas cosas: papel y sobres para cartas, curitas, hilos y agujas, champú, cuchillas de afeitar, desodorante, talco, polvo facial y perfumes baratos, betún y cordones de zapato, limas y pinturas de uña, brillantina para el cabello y aquella Rhum Quinquina, de Crucellas, que eliminaba la caspa en la primera aplicación.

En las bodegas siempre había cartuchos. De diferentes capacidades. Desde una libra hasta 25. Y un papel parafinado donde se envolvían la manteca, que no se derretía, y el jamón, los chorizos y las aceitunas, las pasas y las alcaparras. Tampoco faltaban, en la barra, el saladito y el cubilete. Ni el mensajero, que debía permanecer en el portal. En ocasión del fin de año el bodeguero agasajaba a sus marchantes habituales con una sidra, una botella de vino o un turrón.

Como el dueño del negocio no se desprendía del mostrador y, en caso de tener empleados, no se desentendía de la caja contadora, la contabilidad marchaba al quilo y el negocio transcurría sin faltantes ni sobrantes. Había, claro, una pequeña ventaja para el bodeguero cuando no dejaba asentar la pesa o, a propósito, se le iba la mano en el tamaño del cartucho o rellenaba con agua de la pila las botellitas de agua mineral. El cliente tenía siempre la razón y si no, cambiaba de bodega.

Era más económico entonces comprar en las bodegas de chinos. Sucedía que un bodeguero de esa nacionalidad no compraba nunca de manera individual para su bodega. Lo hacía en cooperativa, en sociedad con otros comerciantes, también chinos. Como adquirían mercancías para diez, 12 bodegas, los vendedores al por mayor y los carreros les hacían descuentos que, a la larga, terminaban beneficiando al marchante. Así, una caja de cerveza (24 botellas) que se expendía en cualquier bodega al precio de cuatro pesos con 80 centavos, salía en los chinos en $4,08, con el ahorro consiguiente para el cliente de 72 centavos. Lo mismo sucedía con el arroz y otros productos.

Más que dueño, el bodeguero era en verdad un esclavo de su negocio. El bodeguero cubano supo hacer familia, lo que no hicieron, como regla, bodegueros de otras naciones que aquí se avecindaron.