¡Habemus Papam! El humo blanco finalmente se alzó sobre la Capilla Sixtina y trajo consigo una sorpresa que ha tocado muchas fibras: el nuevo líder de la Iglesia Católica es León XIV, antes conocido como el cardenal Robert Francis Prevost, un hombre de raíces estadounidenses y corazón peruano que promete marcar una nueva etapa en el Vaticano, con un aire renovador pero lleno de tradición.
Desde el balcón de la Basílica de San Pedro, el recién elegido Papa soltó su primer mensaje al mundo con una voz emocionada que no dejó a nadie indiferente: «La paz sea con ustedes», arrancó, con ese acento suave pero seguro que ya empieza a calar entre los fieles. Y añadió con firmeza que «el mal no va a prevalecer», dejando claro que su pontificado será de lucha firme por la justicia y el amor incondicional de Dios.
«Dios nos ama a todos, sin condiciones», repitió como un mantra, mientras pedía a los presentes —y a quienes lo seguían desde todos los rincones del planeta— que lo acompañen en esta travesía como constructores de puentes, no de muros. Su llamado a la paz, la humildad y la perseverancia no fue solo palabras bonitas, sino el punto de partida de una nueva etapa que promete reconciliación, ternura y cercanía.
En su emotivo mensaje, el nuevo Papa no se olvidó de nadie, y soltó un saludo especial —y muy sentido— para su querida diócesis de Chiclayo, en el norte del Perú. «Un pueblo fiel que ha compartido conmigo su fe», dijo con cariño, y se notaba que hablaba desde el alma. Ese rincón andino lo marcó profundamente, y lo lleva como tatuaje espiritual en este nuevo rol que ha asumido con responsabilidad y humildad.
León XIV no llegó al trono de Pedro por azar. Su historia lo pinta como un hombre de entrega total. Nació en Chicago hace 69 años, pero fue en Perú donde forjó su vocación misionera. Desde 1985 trabajó en comunidades de Trujillo, dirigió seminarios, se hizo peruano por amor al pueblo y más tarde fue nombrado obispo de Chiclayo por el mismísimo Francisco. Ese vínculo con el anterior pontífice se siente, y su estilo —de cercanía, escucha y diálogo— es claro reflejo de esa escuela.
En Roma, ya era una figura respetada. Encabezaba el Dicasterio para los Obispos, un rol clave en el entramado vaticano, y también dirigía la Pontificia Comisión para América Latina. Su perfil discreto, pero con una capacidad de escucha que desarma, fue ganándose la simpatía de muchos dentro del Colegio Cardenalicio. Aunque no era el favorito en las quinielas, su elección no sorprendió a quienes ya sabían del impacto silencioso de su labor pastoral.
Y cuando apareció finalmente en el balcón, con su sotana blanca recién estrenada, tras pasar por la emblemática Sala de las Lágrimas —ese lugar donde los Papas asumen, entre emociones y lágrimas, el peso de su nueva misión—, no cabía duda de que la Iglesia estaba comenzando un nuevo capítulo. Uno cargado de simbolismo, porque León XIV restauró algunos ritos tradicionales que su antecesor había dejado a un lado, pero sin perder el espíritu renovador que tanto pide el pueblo fiel.
«Vamos a caminar juntos, como una Iglesia unida», dijo, y con eso plantó bandera. Su visión es clara: una Iglesia misionera, abierta, sin miedo a anunciar el Evangelio, y sobre todo, cercana al que sufre. «El Evangelio no se predica desde los palacios, sino desde la calle», pareció decir entre líneas, mientras convocaba a todos —laicos, sacerdotes, obispos— a formar parte activa de esa transformación.
Cerró su primer discurso con un Ave María que resonó en la plaza como un canto de esperanza. Pidió a la Virgen por la paz en el mundo y por toda la Iglesia. Y mientras miles lo ovacionaban en San Pedro, desde América Latina —y especialmente desde Perú— miles más sentían que uno de los suyos estaba al timón.
Con León XIV, la Iglesia Católica no solo tiene un nuevo líder. Tiene una nueva voz que apuesta por la ternura, la justicia y la reconciliación, una voz que viene cargada de historia, fe y muchas ganas de tender puentes en un mundo que tanto los necesita.