Que el Estado cubano solo financie la mitad del costo de los materiales de construcción para los damnificados del huracán Melissa no tiene otro nombre que abuso. No es justo, no es ético y, sobre todo, no es humano. Lo que se ha visto en el oriente del país habla por sí solo: casas derrumbadas, pobreza extrema y gente sin esperanza. No hacen falta discursos ni estadísticas oficiales. Basta con mirar.
El salario medio en Cuba apenas ronda los 6,500 pesos mensuales, una cifra que apenas alcanza para sobrevivir, mucho menos para levantar una casa desde cero. Si hacemos los cálculos más conservadores, una vivienda pequeña de 25 metros cuadrados cuesta unos 650 dólares, una de 50 metros llega a 1,100, y una de 100 metros puede superar los 2,000 dólares.
Según la “ayuda” del Estado, las familias deben pagar la mitad: 325, 550 o hasta 1,000 dólares, dependiendo del tamaño. Y eso, sin contar el transporte, la mano de obra o la inflación. ¿Quién en Cuba puede pagar eso? La respuesta es simple: nadie. Ni siquiera el 10%.
Pero el drama no se detiene en los muros caídos. Muchas familias lo perdieron todo: colchones, ropa, electrodomésticos, útiles escolares, muebles. No se trata de reconstruir una casa; se trata de reconstruir una vida. Y la vida no se reconstruye con un descuento a medias ni con un subsidio que más parece burla.
El régimen repite la misma historia una y otra vez. En cada desastre natural, vende los materiales a los damnificados, como si la tragedia fuera un negocio. En lugar de entregar la ayuda, la comercializa, y en el proceso le pone precio al sufrimiento de la gente. No es solidaridad, es oportunismo disfrazado de gestión estatal.
¿Y la ayuda internacional?
Miles de toneladas de materiales y donaciones llegan al país gracias a la cooperación extranjera, pero rara vez terminan donde más se necesitan. La burocracia y la corrupción se encargan de desviar lo que debería ser un alivio para los más pobres. Y mientras tanto, el pueblo sigue durmiendo bajo lonas y techos improvisados.
No se trata de regalarlo todo. Se trata de reconocer la realidad. En muchas zonas de Cuba, la pobreza es tan profunda que la gente no tiene con qué empezar de nuevo. Exigirles pagar por su propia desgracia es un acto de crueldad.
La solución no está en porcentajes ni en discursos de “resistencia”. Está en la voluntad real de reparar, sin convertir la miseria en un mercado. Porque un techo no es un lujo. Es un derecho. Y cuando el Estado le pone precio a ese derecho, lo que se derrumba no son solo las casas: se derrumba la dignidad de todo un pueblo.










